Madrid, 15 de Diciembre de 2012.
Un escalofrío recorría mi cuerpo al salir del metro, se respiraba un ambiente tenso, de máximo respeto y admiración hacia la persona de Juan Ignacio. Nada más salir, miradas a izquierda y derecha, policía. Como siempre.
Al caer la noche, comienza la marcha. Cientos de antorchas, en una marea de esperanza y revolución, dirigen el alma, de todos aquellos que nos encontramos presentes. Nadie hablaba, nadie reía, todos vestíamos el luto en nuestros corazones.
Por otra parte, rabia. Rabia ante la ausencia de Justicia. Rabia ante la venda que cubre los ojos de todos los españoles. Rabia, ante una balanza, de la que solo queda el nombre ya. Tanto hoy como ayer, 32 años han pasado, y la “justicia española” sigue castigando al mismo, siempre al mismo, siempre al valiente. Aquel valiente que se enfrenta al Sistema, que no duda ante la batalla, que cree en un ideal superior. Aquel valiente, que era Juan Ignacio.
Al caer la noche, banderas y tambores, engalanaron Madrid de un luto señorial, con el único propósito de alzar a viento una voz libre. Un grito desgarrador, y en silencio.
La oscuridad hace propicia la reverencia, reverencia no tanto por su muerte como por su vida. Reverencia ante una vida ejemplar, ante una vida recta, de servicio y dedicación a los demás.
Gritos de revolución alteraban Madrid, gritos que no deberían quedarse en gritos, si no en actos. Revolución por la que luchaba Juan Ignacio, y que en su memoria deberíamos perpetrar a la voz de ya. La acción social está en la calle, la Patria nos necesita, y en mi opinión no creo que valga con portar una antorcha.
Al caer la noche, poco tenía ya de noche. El amanecer de una Nueva Revolución había tomado las calles, Juan Ignacio portaba la primera antorcha.
DeLara.
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