Por Jorge Rulli
Agobiados por los monocultivos, las consecuencias de las fumigaciones y la creciente inseguridad alimentaria, nos planteamos la necesidad de pensar nuevos modelos agrícolas para nuestra América Latina. Los que nos han impuesto y sufrimos actualmente, son el modo en que el capitalismo globalizado, a través de las empresas transnacionales, aplica en nuestros países creando nuevas situaciones de dependencia colonial: modelos extractivistas y de agro exportación y con ellos, la primarización de nuestras economías y la producción masiva de commodities. Estos modelos conllevan la apropiación de los recursos naturales, con devastación de los ecosistemas y fuertes impactos sobre las poblaciones rurales, que son arrastradas a una urbanización forzosa. Necesitamos hallar los elementos intelectuales que nos permitan visualizar y enfrentar estas nuevas situaciones; necesitamos repensar las relaciones de la ciudad y el campo en épocas de globalización; demostrar que el avance de los Agronegocios y de los modelos de agricultura industrial con cultivos transgénicos, no son ineludibles como se nos enseña y se los naturaliza mediante la colonización pedagógica y académica. Necesitamos tomar conciencia de que estos roles que nos fueran asignados por los mercados globales, configuran una agresión a la identidad cultural de nuestros Pueblos, al arraigo de las poblaciones, a sus patrimonios alimentarios y sus posibilidades inmediatas de supervivencia en una sociedad transcolonizada por las corporaciones. En especial ahora, frente a horizontes de cambios climáticos y catástrofes bancarias y financieras como jamás antes ocurriera.
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Hoy nuestro continente vive un concierto de diversos gobiernos populares o acaso populistas, renovadores o acaso reformistas, algunos de ellos autodenominados socialistas y en general fuertemente antiimperialistas en el sentido de las consignas que tuvieron vigencia cuarenta años atrás. Consecuencia de fuertes persistencias de las ideologías setentistas y de sus lógicas de construcción del pensamiento, es evidente que ese antiimperialismo cuyo objetivo es lo norteamericano, no suele incluir ni los modos de vida norteamericanos que se nos proponen, ni las grandes corporaciones con las cuales se negocia o acuerda, sin mayores conflictos de conciencia. Nuestras élites dirigenciales son paradójicamente antiimperialistas, pero a la vez globalizadas y globalizantes; continúan, en definitiva, confiando en el Progreso ilimitado y en el Crecimiento. A la vez, consideran que, a falta de una burguesía empeñosa, serían los viejos revolucionarios, hoy en el rol de funcionarios progresistas, los que lleven adelante las tareas pendientes del capitalismo, aun al precio de que las inversiones estén a cargo de las corporaciones transnacionales. Peor todavía, aunque resulte grotesco, suelen equiparar a los CEOS y ejecutivos de las oficinas locales de esas corporaciones, como sucedáneos de las antiguas burguesías nacionales responsables de acompañar los procesos de crecimiento. En el caso argentino se dan además, de manera parecida a la llamada nomenclatura rusa, casos de una nueva oligarquía de pensamientos progresistas y de extracción y formación de izquierda, cuyos bienes suelen tener orígenes en las empresas del antiguo Partido Comunista o en las expropiaciones revolucionarias de los años setenta.
Que la izquierda comparta muchos de los mismos paradigmas respecto al llamado Crecimiento y por lo tanto a las ideas de Progreso, con la derecha política y hasta neoliberal, permite que las formas globales de las nuevas dependencias sean vistas en general como irrelevantes o no se las considere en los discursos políticos. Los modelos de monocultivos; las producciones masivas de commodities; la Biotecnología y las semillas GM; la minería por cianurización; los bosques implantados de árboles exóticos; la alimentación de animales en encierro con sojas transgénicas y balanceados industriales; el avance de las fronteras de agricultura industrial sobre las tierras campesinas y los montes nativos; la desaparición de pastizales nativos y de humedales bajo la lógica de una mayor rentabilidad; la conversión de los productores locales en eslabones de grandes cadenas agroalimentarias; así como la producción de biocombustibles para los automóviles de Europa desde la agricultura de América Latina; se consideran aspectos propios de un precio inevitable que es preciso pagar a la modernidad. Las campañas en defensa de la Ecología movilizan cada vez más población comprometida en la lucha contra las políticas de devastación, pero aún no logran instalarse en las agendas de los partidos o de los gobiernos. Mientras tanto, los movimientos campesinos se debaten en la confusión y fluctúan entre el creciente acorralamiento de sus bases por las políticas de los Agronegocios y los equipos ideológicos anacrónicos de sus líderes, cuando no la importante seducción de subsidios o puestos funcionariales ofrecidos por los gobiernos progresistas, que les imposibilitan enfrentar esas situaciones; y si no, desde sesgadas perspectivas de reivindicaciones sociales localizadas, que terminan siendo funcionales al modelo productivo.
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Fuente: "CausaSur . Pensar nuestra América"
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